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Una Europa insuficientemente europea

Por Bernard Cassen


Con este artículo se abre el debate sobre la situación política actual de Europa. Describiendo las funciones de la Unión Europea, se resaltan sus fortalezas y debilidades. Analizando sus problemas económicos y sus dilemas sociales, se concluye en que quizás lo que necesita Europa para ser más europea es parecerse a Latinoamérica.

Cada cinco años, las instituciones de la Unión europea (UE) –Presidencia del Consejo Europeo, Parlamento, Comisión– renuevan sus miembros y sus dirigentes. Es prácticamente lo que se produjo en el 2014: el proceso comenzó en mayo, con las elecciones al Parlamento Europeo, y terminó el primero de noviembre con la entrada en funciones de la nueva Comisión Europea.

Para un extranjero, la cuestión de los poderes relacionados con esas tres instituciones, a las que hay que agregar el Banco Central Europeo, parece extremadamente complicada. Pero no hay que preocuparse: ¡también lo es para la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos! Esta complicación surge de la naturaleza misma de la UE, que es más fácil de definir por lo que no es que por lo que es. No es ni Estado centralizado (como Francia), ni federación (como Brasil o México), ni confederación (como Suiza). La UE toma prestados rasgos de esos tres modelos para constituir lo que Jacques Delors, antiguo presidente de la Comisión, designó como «un objeto político no identificado» sin equivalente histórico o contemporáneo.

Pero políticamente hablando, el asunto más delicado y el más difícil de comprender para los no especialistas es el reparto de competencias entre los Estados miembros (28 actualmente) y la UE. Los tratados europeos distinguen tres casos:

- Los dominios de competencia exclusivos de la UE, de los cuales los más importantes son la política comercial común y la política monetaria para los países cuya moneda es el euro (18 de 28). Por definición, esos dos dominios tienen una fuerte proyección internacional (tratados comerciales, tasas de cambio del euro con las otras monedas). Son, en cierta manera la «vitrina» exterior de la UE, la manifestación más visible de su existencia en otros países. Esto puede llevar a pensar que lo que es verdadero para ellos lo es también para el resto de las políticas europeas.

- Los dominios de competencia compartidos entre la UE y los Estados, como por ejemplo la agricultura, la investigación o el medioambiente.

- Los dominios donde la UE solo tiene competencias «de apoyo» a las políticas nacionales (industria, cultura, educación, etc.), en las cuales los Estados permanecen enteramente soberanos.

Para complicar aún más las cosas, los procedimientos de toma de decisiones dentro de la UE varían según los dominios. He aquí cómo pueden resumirse de manera sencilla:

- La Comisión Europea (cuyos miembros, nombrados por los gobiernos, son luego electos por el Parlamento Europeo) tiene el monopolio de la propuesta de actos legislativos de la UE (directivas, reglamentos, decisiones). Lo hace en un gran número de casos por iniciativa del Consejo Europeo, que reúne a los jefes de Estado o de Gobierno de los 28 Estados miembros.

- En la totalidad de los casos, las propuestas de la Comisión son sometidas a la aprobación del Consejo.

- En la gran mayoría de los casos, son sometidas también a la aprobación del Parlamento Europeo, que posee, por ende, un poder de codecisión con el Consejo. Es lo que se denomina el «procedimiento legislativo ordinario».

El Banco Central Europeo (BCE), que maneja el euro, no está regido por esos procedimientos. Los seis miembros de su directorio –entre ellos su presidente, actualmente el italiano Mario Draghi– son nombrados para un mandato de ocho años por el Consejo Europeo. Una vez en funciones, son totalmente independientes de los gobiernos.

Dentro de ese entramado, cuatro puestos estratégicos fueron sometidos a renovación en el 2014:

- La presidencia del Parlamento Europeo.
- La presidencia de la Comisión Europea.
- El cargo de Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Su titular tiene un estatus particular: es a la vez miembro del Consejo Europeo y vicepresidente de la Comisión. Está a la cabeza de un importante cuerpo de diplomáticos: el Servicio Europeo de Acción Exterior.
- La presidencia del Consejo Europeo.

La designación de los titulares de esos puestos ha sido objeto de intensas negociaciones: entre los partidos políticos para la presidencia del Parlamento, y entre los Estados para los otros tres puestos.

La legitimidad del Parlamento Europeo no salió robustecida de las elecciones realizadas entre el 22 y el 25 de mayo. La tasa de participación en el escrutinio alcanzó su nivel histórico más bajo: un 42.54% frente a un 43% en el 2009. En 1979 la tasa era del 62%. Dicho sufragio se caracterizó también por un fuerte aumento de los movimientos populistas y de extrema derecha, trasluciendo un abandono creciente con respecto a las políticas y las instituciones europeas (ver artículo de Christophe Ventura). Desde ese punto de vista, la renovación del acuerdo entre el Partido Popular Europeo (PPE), es decir, la derecha, y el Partido Socialista Europeo (PSE) para el reparto de los puestos de responsabilidad –la presidencia del Parlamento para el socialdemócrata alemán Martín Schütz y la presidencia de la Comisión para el democratacristiano luxemburgués Jean Claude Junker– ha proporcionado argumentos adicionales a quienes denuncian una conjura entre esos dos contendientes al servicio de políticas neoliberales.

Dos lecciones principales se aprenden de la designación del primer ministro polaco Donald Tusk como presidente del Consejo Europeo, y de la ministra de relaciones exteriores italiana Federica Mogherini como alta representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. La primera es el peso creciente de los países de Europa Central y Oriental que se adhirieron a la UE en el 2004 y en el 2007 y que trasladan hacia la derecha el centro de gravedad político de la construcción comunitaria. La segunda es que los gobiernos de los grandes Estados (Alemania, Francia y Reino Unido) no tienen la intención de renunciar a una política exterior nacional autónoma en beneficio de una diplomacia europea (ver artículo de Frédéric Lebaron). Al nombrar a la Sra. Mogherini, personalidad tan desprovista de peso político como la precedente titular del puesto (la británica Catherine Ashton), no tienen que ver en ella una competidora.

Esos cambios intervienen en un contexto europeo de crisis multiforme cuyas dos principales características son: por un lado, el desempleo masivo y los riesgos de deflación en una gran parte de los países miembros de la UE, y muy particularmente de aquellos de la zona euro; por otro lado, la degradación de las relaciones con Rusia a propósito de la situación de Ucrania. A todo esto hay que agregarle la amenaza terrorista del Estado Islámico, especialmente de atentados en Europa. Para la gestión de esos tres asuntos, hay tres dosificaciones diferentes entre, por una parte, las políticas de la UE en tanto que UE, y, por otra, las políticas nacionales de los Estados miembros más importantes.

La grave situación económica y social de los países de la periferia de la UE (Chipre, España, Grecia, Irlanda, Italia y Portugal), así como Francia, es en gran medida el producto de políticas de austeridad impuestas por la canciller alemana que buscan salvar al euro a todo precio. Pero Ángela Merkel ha tenido la habilidad de hacer inscribir esas políticas en un pacto presupuestario europeo constringente. De esta manera, no es Berlín sino Bruselas –en este caso la Comisión Europea– quien se encarga de hacer aplicar las reglas (en primer lugar, el tope de déficits públicos del 3% del producto interno bruto) y de sancionar financieramente a los Estados que fallen.

En cuanto a la política que deben llevar a cabo con Rusia –especialmente a propósito del asunto ucraniano–, los Estados, y no la UE, tienen la última palabra. Entretanto, la alta representante y el Servicio Europeo de Acción Exterior se han limitado a desempeñar un papel de acompañamiento. De hecho, ni siquiera la posición europea se fija dentro de la UE, sino dentro de la OTAN, es decir, en la Casa Blanca.

Se constata ese mismo modelo para la estrategia desplegada frente al Estado islámico. Pese al activismo diplomático y militar de François Hollande, lo que vemos es que los gobiernos europeos se alinean bajo el paraguas confortable de Barack Obama.

En el fondo, el reproche que puede hacérsele a Europa es ser cada vez menos europea; no proponerle a sus pueblos y al resto del mundo una vía original. Usando como emblema los dogmas del mercado y del libre comercio, la UE se ha vuelto una promotora activa de la globalización, una poderosa máquina libertaria, tanto en el interior como en el exterior de sus fronteras. Sus relaciones, otrora privilegiadas, con los países ACP (África, Caribe, Pacífico) a los que hoy en día impone sus Acuerdos de Cooperación Económica (APE, por sus siglas en francés), subordinados a las reglas de la Organización Mundial del Comercio (ver artículo de Frédéric Viale), han cambiado.

En materia geopolítica, la UE ni siquiera busca seriamente existir fuera de la OTAN y del liderazgo de Estados Unidos. Sin embargo tendría los medios, dado su peso económico y el poder de influencia que le confiere su rica herencia cultural. Lo que le falta es la voluntad política de los dirigentes de sus Estados miembros. Desde ese punto de vista, esos dirigentes tendrían mucho que aprender de los procesos de integración latinoamericanos que, en el curso de la última década, han creado la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).

Estas nuevas estructuras interestatales, que deberán consolidarse en los años próximos, son tanto avances en la vía de la emancipación con respecto a Estados Unidos como testimonios de la confianza que tienen los pueblos del subcontinente en su propio futuro. Paradójicamente, para ser más europea, Europa debería ser un poco latinoamericana.

Bernard Cassen es periodista, pensador francés de gran prestigio y profesor emérito del Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de París VIII. Entre sus obras se destacan Pourquoi la francophonie?, Vincennes, une aventure de la pensée critique y L'Empire de la guerre permanente. Su último libro, del cual es coautor, se titula Le Parlement européen pour faire quoi?

 
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